miércoles, 24 de octubre de 2012

La señora del viento




Joaquín Pérez Azaústre. Bruselas, octubre, 2012

martes, 23 de octubre de 2012

Chavela Vargas en la Residencia de Estudiantes


Qué difícil es escribir sobre Chavela Vargas. Y cómo no intentarlo, al mismo tiempo. No se puede asistir a la última noticia de su muerte como si fuera otra noticia más. Tampoco es posible usar los trucos, propios del oficio de cualquier columnista con cierta solidez: encadenación de títulos de discos, efemérides, notas a pie de página de la vida erigida en su propia canción. Tampoco llega a ser demasiado elocuente el uso de la anécdota, aunque pueda aportar el brillo en el recuerdo de una conversación, algún brindis tardío o la lectura de un poema improvisado en la noche de junio. Aquellos eran días en que aún se improvisaban los poemas, podríamos empezar; pero era también cuando Chavela regresaba a Madrid cada primavera, en un silencio acuoso de gris plata, y aparecía de pronto en el comedor de la Residencia de Estudiantes, para sentarse a comer con los jóvenes becarios y pedir, pese a su poncho, que se bajara la refrigeración.

He escrito, muy conscientemente, “la última noticia de su muerte”. Última, porque ha tenido varias: vitales sobre todo. También profesionales, o desapariciones mejor dicho, de las que ha renacido con un nuevo coraje y nueva fuerza, una especie de calma acrisolada sobre una templanza mineral. Pero ¿cuántas veces murió Chavela Vargas? A este fallecimiento más definitivo, más perfeccionado en su frase final, con México en el corazón y García Lorca en el embozo de la cama, sobrevendrá otro renacimiento, más rotundo y más bravo. Como si estuviera hecha de la roca, de la más encrespada frente al aire salino, sobre la encarnadura de cualquier tempestad. Como si ella misma fuera una tempestad con su tacto más dulce, una especie pura de fiereza que sabe resguardarse de sí misma y ofrecer la cadencia, su textura, esa suerte de amparo trasatlántico, hermanado y sensible, que agigantaba el aire de una conversación.

Chavela Vargas era su canto puesto en pie. Otros escribirán sobre su voz rasgada, sobre el temblor partido en su garganta, sobre el tequila macho que vivió en las cuencas vacías de su mirada llena. A pesar de su tranquilidad de los últimos años, de la serenidad de su reposo, de todas esas ganas de estar allí y aquí, de volar y quedarse, latía siempre en ella la amenaza, o quizá la impresión, de un felino esbelto, agazapado, que hubiera decidido imponerse a la doma de cualquier existencia, escoger su epitafio y su muerte sincera con la tranquilidad feliz de haber vivido. Da la sensación de haberse ido sin haberse marchado, y perdónenme un lugar común que, en este caso, es verdad. Porque incluso en la Resi, como saben bien David Mayor, José Luis Pastor, Azucena López, Juan Manuel Artero, Rubén Ruiz Rufino, José Daniel García y tantas promociones de becarios, incluso tras despedirse largamente y coger el avión, algo íntimo de ella, el calor o su frío, quedaba respirando entre nosotros.