lunes, 28 de febrero de 2011

Amparo Muñoz contempla su retrato en familia


Hace algunos años, gracias a un sortilegio de mi amigo el periodista Miguel Fernández, participé en el homenaje del Festival del Cine de Archidona a Amparo Muñoz. Era -para mí sigue siendo- una de las mujeres más arrebatadoramente simpáticas, con encanto magnético, que he conocido nunca. Todo el mundo habla de lo preciosa que era, y es verdad: pero qué corazón más hermoso y más tierno. Le escribí este poema y lo recité en una sala de cine llena a rebosar de gente que la quería y que la quiere. Salté de un tren en marcha por acabar de escribirlo. Estoy seguro de que Amparo, donde quiera que esté, sonreirá al acordarse. Un beso guapa.


UNA ACTRIZ CONTEMPLA SU RETRATO EN FAMILIA

Había estado escondida más allá de su rostro.
Se había desvanecido al cerrarse un abrigo
sobre su desnudez, la baldosa polar
que fue también cien años de una mansión vacía.
Muy pocos se olvidaron de su nombre,
y así estuvo presente en la cordialidad
de una cara bonita con su azafrán de boca.
No quiso ser su historia, pero al final lo fue,
y fue la niña guapa de la Costa del Sol:
una iluminación hacia el futuro
que había de refundir el metal de los sueños.
Fueron ésos sus años de esplendor:
se elevó sobre el mundo, fue una diosa en Manila,
reconoció la sábana de raso
deslizada en su piel como el girasol tierno
para después volver su sonrisa a los focos.
Así recuperó su retrato en familia,
pero era ya otra voz resquebrajada,
porque eran ya unos ojos que habitaron
el eco de un abismo, los que resplandecieron.
No hay más perfección bajo unos rasgos
que una aceptación del pasado presente,
de las pupilas limpias y enjoyadas
con una pulcritud de brillo suave.
Habría que recordarla en la cocina,
anidando el misterio, viviendo una ficción
de un hombre que se queda sin familia
y decide alquilarla. Qué representación
del sueño de cualquier hombre cansado
del desayuno opaco en la casa vacía.
Ella fue a llenar el desayuno, el almuerzo y la cena,
ella fue a llevar a aquel jardín
una ficción de brasa y redentora
con una comprensión de cualquier soledad.
La casa era ella misma, te gustaba mirarla:
porque era el comedor dulcificado
por un calor solar, por su marea creciente
bajo una placidez que encarnaba el perdón.
Había que sumergirse, bucear en los párpados
que no podían guardar una espina secreta:
la vida siempre ha sido
una mala escritora de guiones,
le dice Humphrey Bogart a Ava Gardner
en La condesa descalza.
Ella no fue condesa, pero sí caminó
descalza por la lumbre de la vida
hasta curtir las plantas de sus pies
con una geografía de cortes invisibles.
En ese itinerario dibujando el alambre
habría de macerar la mejor biografía:
la de una reconquista, la de una resistencia,
poder reconocerse otra vez en sí misma.
Nada puede acabar con la belleza
si es una plenitud del corazón.

Perteneciente a Las Ollerías (Visor, 2011)

domingo, 27 de febrero de 2011

Poema del domingo


EL JERSEY ROJO

Un rumor de lluvia,
un paso entreabierto en la ventana.

Cuando el cuerpo y las ganas son color
los poros reconocen un letargo,
una luz comprimida en unas cestas,
un rumiante de tiempo o una imposición.

Se puede diseñar una estructura,
el diente de una espera,
una musculatura física y mental;
pero cómo vivir lo que nos viene,
cómo asimilar en un minuto
la dinamita o carga de una vida.

El hombre sigue sujeto a la mecánica
de la casualidad,
y hay un sentido o un significado
en la inminencia blanca de la lluvia:
un chaparrón perdiendo sus agujas
sobre la colcha gris de la piscina.

La lluvia sólo quiere que la escuches:
salir a acariciarla,
dejar que se te moje el perfil rubio,
el jersey rojo,
los tacones que ensalzan tu esbeltez;
dejarla sobre el peso de unas hojas,
del aire desenvuelto en su latencia
o en un acecho de agua.

Acepta un nuevo estado, sal afuera
por mucho que prefieras un paraguas.
Antes o después la lluvia nueva
hará que sí la escuches, que prefieras
salir de donde estás para mojarte.

Perteneciente a El jersey rojo (Visor, 2006)

sábado, 26 de febrero de 2011

José Daniel García, estibador de sombras


Estibador de sombras es un título que le viene muy bien a José Daniel García, ya sea como conjunto de poemas o incluso como arranque de poética. Algo tiene José Daniel García de estibador, su escritura compacta, bien dosificada en la expresión del vuelo subterráneo de la imagen. Si atendemos a las dos acepciones, estibador es tanto el obrero que aprieta materiales o cosas disueltas como el que distribuye, de forma conveniente, los pesos en el buque. A primera vista, las dos definiciones podrían aplicarse a cierto número de poetas de ahora: los que parten de la incapacidad del lenguaje en sí mismo, y también de la poesía como medio, para tratar de hacer una gran obra. El poema, entonces, es una mera distribución de caracteres, alejados ya los grandes empeños literarios y la fe en nombrar un mundo ya de por sí innombrable, de manera que el poeta no es quien mire más lejos, sino el que mejor atornille los pocos materiales que aún nos quedan. No es que la poesía, ahora mismo, sea esto únicamente, pero hay demasiados lectores militantes de John Ashbery por ahí resueltos a convencernos de que se puede escribir un libro al año sobre la imposibilidad de escribir, que ya es; sin embargo, es una parte nada desdeñable de la poesía hecha estos días, y en esa línea creo que José Daniel García ha sido capaz de escabullirse de entre los corsés originarios de esa intencionalidad para ir cincelando con muy buena mano, y un dominio del tiempo -sobre todo de sus tiempos poemáticos-, esa palabra-síntesis que ya no es solamente un imaginería plástica, sino la depuración consciente de la imagen.

El proceso de José Daniel García y de su nuevo libro, Estibador de sombras no es muy diferente del de otros poetas de su misma edad y lecturas similares: un inicio en la poesía urbana coloquial que después ha tenido que buscar, necesariamente, un registro más amplio. En el caso de José Daniel, como ya se entrevió en El sueño del monóxido y se confirmó después en Coma, Premio Hiperión, su camino estaba marcado inevitablemente por lo onírico. Hay una sencillez en la poesía de José Daniel García que no oculta sus repuntes eléctricos, en forma de coletazos imaginativos que de pronto refulgen, o sacuden, o nos llevan al coma sensorial. Sin embargo, el aprecio por lo mínimo de José Daniel no será en ningún caso lo que Caballero Bonald definió un día como "la coartada de los incapaces", sino una especie de sabiduría que va llegando poco a poco a sus libros, casi sin hacer ruido, pero ya con una extraña habilidad por nombrar la vida en sus aristas.

viernes, 25 de febrero de 2011

Ana María Matute y su Cervantes


La capacidad de fabular, de inventar unos mundos que dan respiración a lo real, que lo vuelven de pronto más tangible en la explosión potente de matices, es solamente una de las virtudes de Ana María Matute. Es muy difícil abordar una figura así, literaria y grandiosa, trazando una única línea transversal que atraviese las obras y las ligue entre sí, con una explicación en lo extraordinario como un razonamiento en el oficio. Siguiendo con esto, podríamos decir que Ana María Matute, o La Matute, como ella misma prefiere ser llamada, es una escritura con oficio en la que no se nota el oficio, con una prosa suave, permeable y ligera, que de pronto se enroca, coge fuste en ciertos barroquismos efectivos, y no alardea de nada, ni de su vigor transparentado ni de la eficacia en los efectos, con la profundidad de una pintura que se puede abordar, que se transita, como esa cualidad del fresco que está vivo incluso cuando acaba dentro del museo, porque guarda la esencia, el dinamismo, de una pulcritud en la mayor eficacia narrativa.

Me gusta del personaje, y también de la autora, y de todos sus textos, que no pretenden nada, que no van a impostar nada, sino que son, directamente. Es lo que ocurrió con el Premio Cervantes. Cualquier otro se habría manifestado más taimadamente, habría dicho no esperar el premio, o quizá habría amagado con el habitual recurso de restarle importancia, por si luego no ocurre. A mí me encantó Ana María, en las entrevistas anteriores, admitiendo abiertamente que ganar el Cervantes le hacía mucha ilusión, porque ya le tocaba, igual que cuando ha dicho que la noche de antes no ha podido dormir. Todo esto tiene mucho de juventud vital, de una ingenuidad dulce y suave en la mirada niña que luce la escritora, ahora tan feliz, como merece. Ella admitió antes lo que ningún otro habría admitido: que prefería ganarlo, que deseaba ganarlo, como fue.

Toda la construcción de La torre vigía, Aranmanoth y Olvidado rey Gudú, es la recreación mítica y gustosa, misteriosa y onírica, de un tiempo perdido poetizado, es la mejor fiesta deseable de una narrativa de la imaginación. Hay, claro, muchas novelas más, que son nuestra lectura de los libros de texto desde hace muchos años: Primera memoria, Los Abel, Los hijos muertos… Pero si algo distingue a esta escritora, con su vida difícil, sus oscuros silencios, es la chispa limpia de los ojos, que luego se traduce al escribir en entusiasmo libre. Fabular, fabular, para contar el mundo verdadero: el dolor, la maldad, la miseria, pero también la luz del telúrico asombro. Merecido el Cervantes, mejor tarde que nunca, a una de las escritoras más brillantemente quijotescas que hoy tiene el idioma. Su premio es escribir, pero el nuestro es leerla.

jueves, 24 de febrero de 2011

Instante decisivo



Joaquín Pérez Azaústre. Bruselas, febrero 2011

miércoles, 23 de febrero de 2011

Otra novela de David Mayor


David Mayor ha escrito Otra novela con esa concreción de hombre tranquilo en una rebelión desde el asombro. David Mayor ha sido residente en la hierba, resistente en el mito, un reflejo cóncavo en la piel de Iván Orgillés, bajo la sombra azul de Manolete, y ahora es urdidor de poemas con eco de novelas, de novelas hundidas en poemas de capítulos secos, alfombrados de enigma.

"No ha encontrado a enemigo más cruel que él mismo", dice a continuación. Viaje, iniciación tardía y volcánica bajo el aire sonoro, Kavafis, Melville, La blancura de la ballena de Rodolfo Serrano; pero también Julio Verne, sobre el que David Mayor -esta vez, también Orgillés- escribió una honda biografía emparentada con la de Miguel Salabert. Seguramente es verdad, y no hay peor enemigo que uno mismo, pero tampoco aliado más valioso, ese "detector de mierda" que sostuviea a Hemingway; aunque, como en todo, depende de los temperamentos. Algo hay de polizonte libresco en el acecho de David Mayor a la escritura, más que presentido en su libro En otra parte. El capítulo nueve baila con los barcos duros de realidad, en su estela de lastre:

capítulo nueve

Fuera hay hielos a la deriva
capaces de impugnar la realidad,
un pedazo de ella.
Y una orca negra sin mancha
de ballena blanca,
otra novela minúscula e íntima
es lo que te espera.

Se presenta esta noche, en Zaragoza, en la librería Antígona, acompañado de Nacho Escuín y José Luis Rodríguez García. La publicación, edición cartonera, es un proyecto -cartoneritaniñabonita-, de un pueblo de Zaragoza, Remolinos. La iniciativa nació tras uno de los viajes de David Giménez a Buenos Aires, donde conoció la editorial originaria, Eloisa Cartonera, una cooperativa cultural-literaria del barrio de la Boca. Cada libro está pintado a mano y es diferente de todos los demás. Se hacen con cartón reciclado, sin esconder en ningún momento que lo es, y con fotocopias. "Todo muy barato y muy especial", dice David Mayor. Es verdad. Así ha cristalizado la energía viajera del otro David, Jiménez, en esta Otra novela que es la primera novela, que yo sepa, de David Mayor, y ya ha nacido desde su más profunda alteridad. Podemos habitar nuestra vidas pendientes: con o sin corteza, o sin caparazón. O, como dice David en el capítulo 4: Los libros tienen el poder de hacernos cambiar de sitio (...) / Cualquier libro trata de una aventura.

capítulo ocho

Sólo al llegar sabrá hasta dónde,
más lejos que el ballenero Wedell,
más que el capitán James Ross.
Carne salada y seca, pescado
curado al humo, galletas y harina,
montañas de café y de té, barriles
de limón, pastillas de sal
y paquetes de mostaza. Y si va
el diablo, que parece muy probable,
temperamento sanguíneo hace falta
–sabiduría, justicia, fortaleza y temple–,
haya fugaz alanceo
de los aires o violentísima tempestad.
Forward.
Vivir tan sólo.

martes, 22 de febrero de 2011

Conchita Piquer y sus canciones para después de una guerra


La primera película no fue El cantor de jazz, con Al Johnson pintado de betún para impostar al negro que no era. Lo hemos gracias a una cinta encontrada en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. Así, pasamos de Al Johnson a Conquita Piquer –entonces ni siquiera era Conchita, porque era apenas una adolescente- en 1923: esto es, cuatro años antes de que se estrenara en cines El cantor de jazz, que ha sido la primera película sonora desde 1927.

Lo ha descubierto el documental de Jorge M. Reverte Conchita Piquer. El guión es de Agustín Tena, que fue quien encontró la película en Washington. “No sólo es la primera película sonora en español, sino que es cuatro años anterior a la que se considera oficialmente la primera”, asegura Agustín Tena, que tiene nombre de personaje de novela y de investigador, y ha vuelto a demostrarnos, una vez más, que la vida siempre es mucho más increíble que el propio cine o la literatura; porque si a algún novelista se le hubiera ocurrido inventar esta historia, podría haber sido hermosa –o no-, en virtud de cuestiones de sabiduría narrativa, pero a fin de cuentas es la fantasía la que tiembla siempre en la ficción, mientras que en la vida, la mejor escritora de guiones, lo inverosímil suele ser creíble.

La cinta dura once minutos. Fue rodada por Lee DeForest y está formada por recitados, una jota aragonesa, un cuplé andaluz y un fado. La película se estrenó en el cine Rivoli de Nueva York en 1923. A Al Johnson le pintaron la cara de betún cuatro años después, porque un verdadero cantante de jazz negro entonces no podía protagonizar una película, y mucho menos la primera sonora de la Historia. Conchita Piquer, cuando todavía no era ni siquiera Conchita, se asomó a la pantalla en Nueva York con unas castañuelas y su baile, que ya era el canto suave del misterio en sus ojos.

La película estaba en la Biblioteca del Congreso, en Washington. Ahora no podemos imaginarnos lo que fue Concha Piquer, y las vueltas que ha dado su baúl hasta llegar a ser un lugar común de nuestro lenguaje cotidiano. Se ve muy bien en Canciones para después de una guerra, esa gran película de Basilio Martín Patino rodada en 1971, prohibida por la censura franquista muchos años, compuesta con imágenes documentales reales de la posguerra española, con el fondo sonoro de esas coplas que ayudaron entonces a endulzar una existencia demasiado amarga: “Ojos verdes, verdes como la albahaca. Verdes como el trigo. Verdes”. Ahora que todos viajamos tanto, y con facilidad, nadie hay todavía que dé más vueltas por el mundo que el baúl de la Piquer.

lunes, 21 de febrero de 2011

Rapsodia, de Pere Gimferrer


Pere Gimferrer en la luz culmina su rapsodia de los días pasados. Rapsodia es el título de su último libro de esta nueva etapa, hasta el momento la última, del nuevo Gimferrer escribiendo poesía en castellano, tras Amor en vilo y Tornado. El amor, el amor, eterno poeta joven, como le dijo en su día Octavio Paz. Se mantiene intacta la tensión y el gusto por la imagen que va a salvar al verso de su significado. El amor, sí, y el paso del tiempo, son los dos grandes temas de la poesía en general y también de este libro, matizado además por la tensión de un debate interno del poema: ¿debe significar, o debe ser? En una entrevista reciente, en la revista Mercurio, afirma Gimferrer: "La poesía es ante todo palabra e imagen, no idea". Es una poética familiar para buena parte de la tradición andaluza, y también a la rama más cimera de Cántico. Así, en la sección XIV de Rapsodia, el protagonismo alcanza a Góngora, para enlazar después con un debate poético que ha recorrido todo el siglo XX, y que amenaza también al XXI: "Góngora vive sólo en sus palabras, / no en aquella mirada velazqueña;": puestos a elegir, o sea, la palabra es también su propia imagen.

Más adelante, termina Gimferrer: "(...) porque el poema, en su dominio ardiente, / más que a significar aspira a ser". Hay otras poéticas -básicamente, dos: el realismo-objetivo y el poema-idea, con sus variaciones respectivas- pero en esta tradición, la de la imagen, que trata de alcanzar su máxima expresión como lenguaje y como sonido, en el significado propio de la música a nivel superior que al semántico, la poesía de Pere Gimferrer descansa en la mejor hamaca del idioma. Después da gracias a Góngora y a Dante, como nosotros podemos también dar gracias a Pere Gimferrer por haber resuelto este debate: "(...) cada palabra es nuestra redención, / la que nos salva de morir helados". Quizá este poema sobre Góngora, en el que el amor se oculta como tema, aunque sí aparezca soterrado -"el poema se explica al llamear"- es la piedra angular flamígera del libro.

De todos los poetas que habitan en la piel de Gimferrer, da una densidad emocional y artística el que se afirma a sí mismo, mirando su perfil en el espejo, cuando la indagación sobre la propia naturaleza del poema como objeto de lenguaje se mezcla con una reflexión sobre la vida -"El tiempo nuestro es ya de despedida"-, contemplada con una claridad crepuscular. "Lo queríamos todo, pero, al cabo, / lo hemos tenido todo: haber vivido". La sutileza está en el pero, y también en el todo. ¿Puede el amor vivir fuera de su cárcel material, y también el poema? Quizá: nos queda descubrirnos como protagonistas del fulgor.

domingo, 20 de febrero de 2011

Poema del domingo


CIENO

La roca no es coherente, se embebe de agua y forma
el resto de una arcilla amoratada.

La roca no es coherente, permanece
al fondo de un depósito
calcáreo y arenoso, que tienta al sedimento
en una porción fina de agua.

El cieno se mejora,
se vuelve madurez en el pantano.

Ríos que fueron labrados al caudal
y ahora se preocupan por aguas más pequeñas.

El agua en su registro.
Los tornos de un meandro.

Las corrientes salobres apenas se malogran,
se acercan y regresan sin saber
el ritmo de una vuelta en su perfil de arrastre.
Terrenos pantanosos, geografías.

Perteneciente a Delta (Visor, 2004)

sábado, 19 de febrero de 2011

Johnny Storm se apaga



Muere La Antorcha Humana. Que a nadie le sorprenda que sea el primero en caer de Los Cuatro Fantásticos: la crisis también afecta a los superhéroes. En el caso de Marvel, no será el primero en caer. Antes ya murió El Capitán América, que también regresó poco después: el mundo no podía vivir sin la gran A estampada en la frente, sobre azul, de Steven Rogers, el primero de Los Vengadores, que también fue compañero, allá en los años 40, de la primitiva Antorcha Humana, en Los Invasores, luchando contra Hitler.

En Estados Unidos, se puede rastrear la vida de sus ciudadanos, las costumbres sociales, asomándose a los cambios en los comics de las últimas décadas. Que muera uno de los miembros del grupo más antiguo, Los Cuatro Fantásticos es esencialmente una gran estrategia comercial. También en la compañía vecina, DC Comics, cuando cayó Superman a manos de Juicio Final, se multiplicaron las ventas, y después hubo que estar a la espera de la resurrección: fueron varios los supermanes que aparecieron entonces, todos con ADN más o menos cercano al de Clark Kent, todos presentándose ante Lois; pero sólo uno de ellos era el verdadero Kal-El, último hijo de Krypton, dispuesto a regresar de entre los muertos. El Caballero Oscuro, Batman, ha muerto unas pocas de veces, y hasta el segundo Robin, Jason Todd, tras haber sido salvajemente asesinado por El Joker, también volvió unos cuantos años después, ya convertido en la nueva Capucha Roja, con la no muy sana intención de vengarse de Batman, que no le había salvado de la última explosión. Y también Supergirl, que se sacrificó por nosotros en 1989, en aquellas Crisis en Tierras Infinitas, ha regresado del más allá, más sexy y con más brío.

No parece que vaya a ocurrir lo mismo con Los Cuatro Fantásticos, porque esta defunción será más duradera. Podría haber sido Reed Richards, El Hombre Elástico, o la bella Sue, La Chica Invisible? Pudo ser Ben Grimm, La Cosa –qué tierna, La Cosa, bailando en Montpellier con la Dama Esmeralda-, pero ha sido La Antocha. En fin, que hasta en los comics la crisis hace estragos. Los villanos, por regla general, no suelen morir nunca: casi siempre salen bien parados. Es como si los editores decidieran premiarles esa malignidad, del abuso soberbio, incluso con ascensos en la escala del crimen, sin que ninguna auditoría moral pueda con ellos.

viernes, 18 de febrero de 2011

Manuel Garcés y la ciudad del azar




La ciudad como implante de capas sucesivas, fachadas superpuestas entre sí con la calma caliza de las noches de agosto. Somos habitantes de un mismo territorio, pero también de varios sustratos anteriores. La sedimentación de vidas previas, su ritmo erosionando nuestros pasos de hoy -mientras también nosotros seremos, otro día, un resto lejano, apenas perceptible en la visión de la calle futura-, es lo que va forjando una amalgama de supervivencias sucesivas, de rastros indelebles que aparecen como la curvatura de una edad enfrascada en mañana y la de ayer, en esa densidad de anticuario poroso que va formando su propio mundo activo, entre los túmulos y el renacimiento.

Ésta es la propuesta de Manuel Garcés en su nueva exposición en la galería Rafael Pérez Hernando, en Madrid, en la calle Orellana. El título, El barco del azar, hace referencia a las ciudades como entes orgánicos rotundos, que se van cincelando en un minuto con extensión de siglos. Así pueden crecer, y también extinguirse, y sufrir terremotos, pestes, y hasta estados de sitio siguiendo con Camus. La idea del creador cordobés consiste en registrar esa fisonomía de los barrios, este estado de tránsito perpetuo, acotando la imagen con su pulso exterior de cambio precipitado en la velocidad inextinguible del tiempo. Así, sus cuadros nos enseñan niveles diferentes de pintura, como también cualquier ciudad va acumulando niveles diferentes de historia, vida urbana, perplejidad y asombro, esperanza y ternura, desolación y hastío. La vida está hecha de todos estos materiales y de unos cuantos más, y por eso Manuel Garcés ha decidido que su pintura también esté imbricada por todos esos puntos de vista y de ascensión, de desprendimiento de retina en la foto improbable de la perduración.

Capas y más capas de pintura, décadas y siglos, generaciones sucediéndose entre sí como en la canción de Mercedes Ferrer y en la gran tradición folletinesca. Todo, esa gran tradición folletinesca, la canción de Mercedes Ferrer, estas palabras, el espacio en que se contienen, la propia galería, Manuel, nosotros, seremos también pasto de un limo posterior, y formaremos también otra fisonomía, tan remota a nosotros como nuestra.

Lienzos panorámicos con planos de ciudades, vastos, edificios con sus vistas aéreas, muros, carreteras, con un color pastiche que es el color mismo de este mundo: porque todo es pastiche, todo es ya el reflejo del reflejo en un espacio urbano que se nombra a sí mismo demasiado, y que no se explica ante los hombres. Como el paso está hecho de memoria, Manolo Garcés ha dedicado a su padre esta exposición: "Me enseña el mejor camino para pasear por la vida. Su cariño, su generosidad, su alegría y su vitalidad son ahora la mejor gasolina para mi trabajo". Somos esa conciencia de los días pasados, esa piel prestada de los padres.

jueves, 17 de febrero de 2011

Manuel Cuesta, cantautor arácnido


Esta noche en Córdoba toca Manuel Cuesta, brinda un recital en el escenario de La Espiga. Manuel es cantautor de brío con esperanza, con las grandes palabras siempre en el reverso de la boca. Manuel es cantautor en esa nueva usanza de lo retro: le falta la camisa de franela remangada para ser cantautor tradicional, y la ha sustituido, últimamente, por una camiseta de hombre-araña. Y no sólo no reniega de esta condición, sino que la vindica y la prestigia a fuerza de talentos y tesón: Manuel es hombre-araña del pequeño milagro cotidiano, y es un gladiador en las horas oscuras que ha decidido ser leal a su utopía de trovador errante en el mundo de hoy.

En los últimos años, he tenido la suerte de compartir con él mil y una aventuras nocturnas y diurnas, un alumbramiento y la fragmentación con que la vida tiene a mal tratarnos muchas veces. Desde su primer disco, El sonido de lo inevitable, hasta el último, La vida secreta de Peter Parker, pasando por Días rojos, ha sido el suyo un crecimiento en el que lo poético, transido por lo vivencial, lo rítmico y sonoro, y el torrente dúctil, corpóreo de su voz, se han sabido imbricar en una radiación emocionante. Manuel es un cronista de su tiempo, aunque todavía no lo sabe. Manuel ha puesto música a las horas metálicas del cielo, a la última factura del instante.

miércoles, 16 de febrero de 2011

El pensador



Joaquín Pérez Azaústre. Bruselas, febrero 2011

martes, 15 de febrero de 2011

Salvador Gutiérrez Solís y el orden de la memoria


El tiempo es la medida vital del novelista, es su piel y es su capital. El tiempo, tiempo, es el cartucho seco en una bandolera, el aquilatamiento de un disparo antes de susurrar el toque del gatillo. El tiempo es el espacio entre la mirada y el gatillo, es una densidad que una vez firme ya no necesita las palabras. Tiempo es lo que tiene Eloy Granero, el protagonista de esta novela de Salvador Gutiérrez Solís, que es una lectura fina y minuciosa para cualquier verano. Le leí por primera vez en el Hotel Atlántico de Cádiz, en la terraza abierta sobre el césped con el piano de fondo, y he vuelto a hacerlo en Bruselas, porque algo o mucho hay, en El orden de la memoria, de regreso al lugar del crimen.

El orden de la memoria se titula la novela, orden como la de un álbum fotográfico con las instantáneas de una vida, orden alterado por esa lucidez que da el vacío, orden de un hombre con tiempo que está fuera del tiempo, que es un espectador aburrido de su propia vida pública al frente de una cadena de grandes almacenes; porque, su vida interior, de pericia psicópata y sangrienta como la del estrangulador de Boston, es su rabia torcida ante la negación de un tiempo propio.

¿Quién es dueño, realmente, de su tiempo? No lo es desde luego Eloy Granero, ni muchos de los lectores de estas líneas o de El orden de la memoria. ¿Quién puede, realmente, ordenar su memoria, acotar esas lindes, estructurar al fin su propia vida? Salvador Gutiérrez Solís lo ha conseguido en un relato exacto y bien trabado, con pulcritud de oficio y ambición psicológica, que también se coloca a la cabeza de una narrativa: porque esta novela habla del miedo y del horror, pero desde el miedo y el horror, no desde la disquisición ensayística, que adormece la historia, o desde el disparate surrealista de un efectismo atronador de ketchup. Así, por mucho que nos extrañe, también hay críticos con muy poco talento, y si para valorar una novela es necesario haber leído antes veinticuatro como calentamiento, entonces la novela no funciona o necesita una andamiaje excesivo.

La clave de toda esta reciente narrativa a cuya cabeza se ha situado ahora Salvador Gutiérrez Solís es hablar del miedo y del horror, de la vaciedad que da el exceso, sin que se evidencie esa intención, sin que la coartada sociológica trate de ocultar la necedad estilística. Es, claro, Don DeLillo, es Cosmópolis y El hombre del salto, y la fragmentación como respiración tradicional, pero no como ingenuidad renovadora. En otras palabras: verdadera modernidad y honradez narrativa que no requiere artificio teórico. El orden de la memoria es una gran novela de ahora mismo que se leerá bien siempre, es la precisión y es la sugerencia en el relato, esa sutileza que narra en los detalles de tantos personajes verdaderos pura vida cierta, una fotografía del desastre.

lunes, 14 de febrero de 2011

San Valentín



En el corto pasillo que separa el archivo escondido de la calle, en un ordenador viejo, un hombre escribe. En la acera cromática de luces desconectadas al amanecer, con esos cabarets dormidos de humedad con dibujos de fiestas. Frente a la vidriera del hospicio, con esa vigilancia de los cuervos formando hileras fúnebres. En el cubículo más inverosímil. En un colegio mayor carbonizado. En un banco de la universidad y en la hamaca de un parque, bajo un cielo de musgo, si el domador del circo, con su cebra más dócil, va a la boca de metro a despedirte. En tu exilio de mármol, incluso en otra parte. Con un bosque interior frente al incendio. Alguien te espera en la llovizna permisiva del lunes, y te acariciará al salir con palabras libertas. Y esto es amor, quien lo probó lo sabe. En cualquier lugar del mundo un hombre escribe.

domingo, 13 de febrero de 2011

Poema del domingo


CARTA DE RAINER MARÍA RILKE AL JOVEN LUIS CERNUDA

He recibido su carta, estimado
muchacho que se encuentra ante la duda
de empezar a vivir o morir pronto.

En sus versos se esconde el solitario
gigante que en usted está venciendo,
que le crece de dentro y le devora.

Su amor por el otro, su necesidad
de estar acompañado a cada instante,
¿es para usted valeroso o sólo aire?

Le duele comprender que no le entienden,
se enfrenta con el mundo a manos llenas
y el mundo va y le paga con dolor.

¿Acompañado siempre, acompañado?

Encontrará la luz en esta lucha,
la luz de quien camina siempre solo
por buscar entre el hombre lo innombrable.

En cuanto al amor, Luis, nada ha perdido;
ame las horas de su ser en sombra
y halle en ellas, como en las viejas cartas,
la superación de una vida.

Caminará mañana y será libre
del dolor de este mundo que se agota;
lindará su amplitud con las estrellas,
se alegrará por fin de ser un hombre
pero en esto, muchacho, estará solo,
y no podrá llevar nadie consigo.

Sea tolerante con los rezagados,
aquellos que no entiendan su alegría,
ni sus dudas, ni su nuevo deleite:
el placer de buscar en lo infinito
una sombra de un árbol en la brisa.

Perteneciente a Una interpretación (Rialp, Colección Adonais, 2001)

sábado, 12 de febrero de 2011

Julio Cortázar como Fénix, o escribir es tachar


Hoy vuelve a morir Julio Cortázar en su Rayuela cíclica. Un escritor vuelve a morir y a nacer todos los años. Cortázar, el hombre, cayó en París el 12 de febrero de 1984, y también hoy, para luego nacer, Fénix de sí mismo anidando el misterio: "Me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo", escribió. Cerrar los ojos, escribir, recomenzar. Esa boca entreabierta detrás del escritorio. Escribir también es recomenzar. Una y otra vez. Lo explicó Juan Marsé en una entrevista reciente: "He llegado a pensar que soy irremediablemente lento porque lo que me gusta en verdad es escribir, porque nunca daría por terminado un libro, porque corrijo hasta que ya no puedo más. Claro que tanto corregir lo único que demuestra es la impericia. Pero, claro, la impericia me obliga a un mayor esfuerzo y dedicación y, en fin... ¿Lo ve? No acabaría nunca". Para qué terminar la extrañeza cambiante, si escribir es vivir y vivir es tachar.

viernes, 11 de febrero de 2011

Pablo Guerrero en la sala Galileo


"Tú y yo muchacha, estamos hechos de nubes. Pero quién nos ata. Pero quién nos ata". En 1972, Pablo Guerrero fue la voz libertaria del humo de los bares. Esta noche vuelve a serlo en la sala Galileo. Da un concierto que promete ser una proclama palpitante de luz y de poesía, en una contención que es el discurso destilado del tiempo. Como se dice en algún sitio, Pablo Guerrero es un poeta que canta: me siento muy cercano de sus últimos dos libros, Escrito en una piedra (Visor, 2007) y Los cielos tan solos (Maia, 2010). Nos conocimos una tarde en Madrid presentando un libro de Rodolfo Serrano, Al Oeste hay apaches (Pequod-Ex Libris, 2008), y después repetimos con La blancura de la ballena (Pequod-Ex Libris, 2009), con un hermoso prólogo de Pablo. De hecho, en la ruta de Melville, es autor de la canción Buscando a Moby Dick -"Intentaba besar a las muchachas / subido en las ramas de los árboles"-: seguimos intentando besar a las muchachas, aún sigue lloviendo, esta noche en Madrid estallará la claridad del sol.

Muchos lo redescubrimos gracias al disco Hechos de nubes, producido por Ismael Serrano. Dice Lola, de la librería Rafael Alberti, que Pablo Guerrero es esencialmente poeta, y es verdad. Un poeta que canta, porque la poesía es canto, destilado con una economía de la emoción en su poso de años. Querido Pablo, esta noche en Madrid, pero también en Bruselas, va a llover A cántaros.

jueves, 10 de febrero de 2011

Curzio Malaparte, su bandera de piel


Leer ahora La piel, de Curzio Malaparte, asistir al abismo de la depravación crecida en la derrota y las aristas del hambre, sin dejar la novela a la mitad, tiene un componente duro de autocrítica. Asistir al derrumbe de Nápoles en la Segunda Guerra Mundial, cuando llegan los aliados y la venta de niños se convierte en la actividad menos perniciosa de la vida, con esa extraña peste ya extendida por todos los suburbios de una Europa que yace denigrada por sus propias matanzas, es un enfrentamiento con nuestras últimas sombras: y sin demarcaciones literarias, porque puede leerse, al mismo tiempo, como una confrontación con nuestros peores miedos, porque aún son posibles.

Es novela de guerra desde el bando vencido –esos mismos soldados italianos que han estado combatiendo, hasta hace poco, al lado del ejército alemán, y que en el último momento han cambiado de filas para integrarse en las tropas estadounidenses: esos soldados altos y aseados que caminan por las ruinas de Europa para liberarlas de sí mismas, atravesando el fango sin mancharse las botas, con esa bondad fuerte sin historia-, pero no en un discurso exculpatorio, sino más bien todo lo contrario: así, Malaparte asume su propia carga histórica, pero también entiende que su pueblo, esa vieja Europa de entreguerras, venida de los césares romanos, halla la dignidad no del derrotado -otra figura literaria y moral-, sino aquella que acepta su propia compasión.

Sin embargo, en una realidad dantesca sin círculos, cielo ni purgatorio, la belleza lasciva del paisaje sigue conmoviendo a cualquier víctima, y Curzio Malaparte se pregunta, y nos pregunta a un tiempo, cómo es posible que la vida siga saliendo al paso de su propia barbarie, siga sobreviviendo a pesar del esfuerzo del hombre por matarse:

“Estaba atardeciendo y el mar se volvía poco a poco del color del vino, que es el color del mar en Homero. Sin embargo, más allá, entre Sorrento y Capri, las aguas y las altas riberas escarpadas y los montes y las sombras de los montes se encendían lentamente con un vivo color de coral, como si las selvas de corales que cubren el fondo del golfo emergieran lentas desde los abismos marinos, tiñendo el cielo con sus reflejos de sangre antigua. Los acantilados de Sorrento, abundantes en cítricos, se alzaban, lejanos, sobre el mar, como una dura franja de mármol verde que el sol muriente hendía al bies desde el horizonte opuesto con sus antiguos dardos, extrayendo así el resplandor dorado y cálido de las naranjas y el destello frío y plomizo de los limones.

Semejante a un hueso antiguo, roído y pulido por la lluvia y el viento, se erguía el Vesubio, solitario y desnudo en el inmenso cielo sin nubes, mientras se iluminaba poco a poco gracias a su secreta luz rosada, como si el fuego interior de sus entrañas se trasluciera en el duro caparazón de lava, pálida y reluciente como el marfil; hasta que la luna resquebrajó el borde del cráter como una cáscara de huevo y remontó, clara y extática, maravillosamente remota, sobre el azul abismo del ocaso. En el último horizonte se elevaban, casi como llevadas por el viento, las primeras sombras de la noche. Y ya fuese por la mágica transparencia lunar o por la fría crueldad de aquel abstracto y espectral paisaje, una tristeza delicada y efímera impregnaba aquella hora, la sospecha, casi, de una muerte feliz”.

Es la muerte de Italia, es la muerte también de los viejos valores, de toda una pericia de vivir en la contemplación aristocrática del mundo.

En La piel encontramos también El gatopardo, y Lampedusa, y Visconti. Pero también ese nuevo espíritu que, detrás de los escombros, conquistará el silencio. Esto no es una novela: es la vida con cada claroscuro, la presencia del mal con más dolor aún que en La barraca, de Vicente Blasco Ibáñez. El humanismo entre ametralladoras. Y pasajes de Homero mientras caen toneladas de bombas. Un hombre es aplastado por un tanque, y ésa es nuestra bandera, su cuerpo hecho de piel hondeada en el viento.

Lo explica muy bien Jack, un estadounidense con sensibilidad de pompeyano:

-Daría toda la libertad de Europa por un vaso de cerveza helada.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Julio Ramón Ribeyro, no sólo para fumadores


Cualquier literatura es humo de mañana, es la disipación de una voluntad. Ahora que la ley antitabaco se vuelve más tajante, más intransigente con la calada escondida, es un buen momento para recordar uno de los mejores cuentos tabaqueros que se han escrito nunca. Me refiero a Sólo para fumadores, de Julio Ramón Ribeyro. Cualquier literatura es humo de mañana, pero los cuentos de Ribeyro son un humo denso, respirable y pacífico, de honduras muy diversas y volutas ingrávidas de pesos variopintos sucesivos, donde todos los planos se incardinan en una multiplicidad de texturas suavísimas, de bocanadas fúlgidas, corpóreas, que son un territorio literario.

La mejor noticia de la ley antitabaco, más totalitaria que efectiva, es que Seix Barral ha publicado los cuentos completos de Ribeyro en un tomo-tomazo, La palabra del mudo. ¿La palabra del mudo? Muy pocos han logrado una economía similar del lenguaje, administrar así cada palabra como un cartucho acústico que únicamente la pronunciará una vez; pero además, mudos son también sus protagonistas marginados, esos desheredados propietarios de sueños a los que Ribeyro restituye su derecho verbal.

Los partidarios de la exquisitez quizá se inclinen por Silvio en el rosedal, pero a mí me gusta más Sólo para fumadores. El protagonista va fumando su biografía a partir de la anécdota del tabaco que puede adquirir en cada momento. Va cambiando de ciudad, de continente o país, va cruzando océanos de vida y extensión, y en cada momento le preocupa la manera de encontrar el dinero suficiente para comprar tabaco: y eso, en cada ciudad, continente o país, significa marcas de tabaco diversas, sabores y pegadas de humo líquido, trabajos y manejos de lo más intrincados, vivos de nicotina, y una disposición geográfica del mundo a través del tabaco.

Es éste un cuento viajero publicado en 1987 que a los lectores de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, resultará vagamente familiar. A partir del detalle, de la cajetilla codiciada y su placer, el protagonista va contando una ruta iniciática con la normalidad de quien enciende el primer cigarrillo de la tarde detrás de su café, en la cordialidad de la conversación.

Algo hay de cordial en Julio Ramón Ribeyro: la sorpresa, el matiz, y una maestría tímida y coqueta en la conquista de lo cotidiano. Lo pequeño se vuelve universal en Ribeyro. Ahora los fríos nos vuelven interiores, nada mejor que este millar de páginas de buena literatura, admirada por Vargas Llosa y Vila-Matas y reflejo de un mundo que ya no es nuestro mundo, en el que se viajaba más ligeramente, pero que queda extrañamente cerca en la memoria de humo.

lunes, 7 de febrero de 2011

Alfonso Canales y su abrigo de libros


Fue una mañana de sol frío, de gabardina y cierta discreción, la que ha despidió hace varias semanas al poeta malagueño Alfonso Canales. La noticia sacudió disimuladamente, pero tuvo presencia en las páginas culturales. Aparecieron semblanzas, biografías. Llamaban la atención las semejanzas solamente aparentes entre las trayectorias: estudios en Granada de Filosofía y Letras, licenciatura final en Derecho. Revista literaria, Papel azul, con su amigo José Antonio Muñoz Rojas, y también la colección poética A quien conmigo va, además de la famosa revista Caracola, que estuvo emparentada con Cántico en su día y sostuvo en el sur la pervivencia de una palabra plástica, sensorial y marítima, en la que encontró un abrazo azul Vicente Núñez.

Cito, del poema Casa de piel: "El aguardo / se torna situación: axila, muslo, / senos, vientre, confluyen / en la encantada grieta donde el tiempo se hace / eternidad. (…) ¿Es ésta / la habitación del hombre? En ella gasto / mis años de verdor. El ostensible / vacío luz se hace. Nace el mundo / de nuevo. Ya probado / el fruto está: seremos como dioses".

Seremos como dioses, hallaremos también nuestro sitio en el mundo. Por más que ciertos trazos de las trayectorias sean semejantes, y siempre haya unos rasgos biográficos comunes -la licenciatura de Derecho ineludible-, y también la ambición de encontrar el recodo hambriento de una piel, de esa casa de piel, luego está la letra pequeña de una vida. Pensar en Alfonso Canales es caminar por Málaga. Asomarse a la calle Larios y escuchar a Emilio Prados cantando justo al otro lado del salón, detrás de la pared. Málaga es Manuel Altolaguirre y José María Hinojosa, pero también María Victoria Atencia, Pablo García Baena, esas noches de El Pimpi, una fraternidad con Gerardo Diego, Alonso y Aleixandre.

La poesía, entonces. La poesía de Málaga, que ha sido el pulmón de Andalucía en las horas sombrías, sobre todo para los poetas que llegaban allí del interior, de esa dureza blanca de la severidad. Todas las biografías se parecen, pero los libros no: Aminadab, Réquiem andaluz, Sonetos para pocos, Port Royal, Cuenta y razón o Tres oraciones fúnebres. Alfonso Canales era un abogado al que le visitaba la poesía con una cierta frecuencia, y brillantez. También había formado una biblioteca de 20.000 volúmenes, un poco en contra de la idea de Jaime Gil de Biedma, que al final vivía solamente con 100 libros escogidos, y era tajante: si entraba uno nuevo, otro tenía que salir del anaquel. Los retratos de Alfonso Canales, abrigado por estanterías que llegan hasta el techo, es la imagen de una intimidad. Compartió la suya en tertulias, con el mar de fondo, y ha sido un referente para varios poetas jóvenes no sólo de Málaga, donde se le quiere mucho. Me gusta imaginarlo en su sillón, arropado de libros.