miércoles, 4 de agosto de 2010

Sofismas de Vicente Núñez


Imagino a Vicente Núñez en El Tuta, que es donde hay que verlo y escucharlo. Puedo verlo ahora con la camisa abierta bajo el sol del verano, con esa carga plúmbea y vertical calentando la planta ochavada de la plaza de Aguilar de la Frontera. Escribiendo quizá en una servilleta un poema que después le regalará a su amigo Paco Cerezo, o comiéndose unos fideos finos, a la salida del pueblo, en una de las ventas aledañas.

A Vicente Núñez, los que no le hemos conocido, no nos queda más remedio que inventárnoslo. Cada uno tiene su Vicente Núñez particular en la retina, independientemente de que sea, o no, Ocaso en Poley uno de sus libros predilectos. En mi caso, creo que es el mejor de Vicente, al que había de escuchar, como no se cansa de decir Pablo García Baena. Ayer leí un artículo de Nacho Garmendia, con dominio y bellísimo, sugerente y exacto, a propósito de la edición de Miguel Casado, en Visor, de los sofismas completos de Vicente. Gracias a este texto veraniego volví a estar en el Tuta con él, aunque jamás llegué a verlo, por más que nunca haya escuchado su voz como un prodigio de ronquera purísima y muy honda, con ese ser latente que miraba el envés más endeble de las cosas, más tierno y más salvaje.

Tampoco he conocido, y esto es más evidente por motivos de edad, a Luis Cernuda, y siempre me ha parecido que algo de la personalidad del poeta sevillano, de su distancia íntima con su propio registro, latía también en Vicente, en ese descreimiento que en su caso fue un exilio interior, sí; pero ni a lo Miguel Salabert, que inventó el término titulando así una potente y muy dura novela sobre la primera juventud de la posguerra, ni tampoco a lo Aleixandre, recibiendo en su casa de la calle Velintonia, en Madrid, a la poesía joven española. Así, el exilio interior de Vicente Núñez fue particular, porque no se escondió, pero sí se apartó de La Ramera, como solía llamar Vicente a la poesía.Yo he aprendido a querer a Vicente Núñez escuchando a Matilde Cabello hablar de él, también a Juana Castro, y por supuesto a Pablo García Baena, y a través de esas voces cercanas en el tiempo y la mirada quizá he logrado escucharlo.

Seguramente en Córdoba se habría sentido particularmente feliz en la Taberna El Tablón. Recuerdo sus aforismos, disparates geniales llenos de vida y esperanza, de un lirismo lúcido. Es la prosa de las conversaciones convertida en hallazgo visual, ese encanto del medio oreado de luz fina y dorada. Vicente está en la plaza, es esa plaza. Podremos escuchar su voz de nuevo al leer sus sofismas, y descubrir así su imantación, el secreto del vino lujurioso.

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